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El misterio de los siglos
Esta era la única manera como el Dios creador podía
redimir a una humanidad condenada a la pena de muerte.
Azotado por nuestra curaci6n
Debemos tener presente que si bien Jesús fue Dios en la
carne, también fue humano como nosotros. Podía sufrir los
mismos dolores físicos. Había sido condenado a muerte por
el gobernador romano Poncio Pilato a instancias de la turba
judía vociferante.
Jesús era un hombre joven, fuerte y vigoroso de unos 33
años de edad y en óptimas condiciones de salud. Como nunca
quebrantó ni siquiera uno de los principios de la buena salud,
sufrió el proceso de la muerte como ningún otro ser humano.
Había pasado la noche en vela, en juicio delante de Pilato,
quien a la mañana siguiente lo entregó para ser azotado.
La costumbre romana consistía en desnudar a la persona
hasta la cintura, colocarla de rodillas con el cuerpo doblado
hacia adelante y amarrarla a un poste. Se le castigaba con un
azote hecho de tiras de cuero que llevaban trozos de plomo,
astillas de hueso y pedazos de metal cortante colocados en las
tiras a intervalos de 10 a 12 centímetros. El propósito era que
al golpear y enroscarse en el cuerpo de la persona, se clavaran
profundamente en su carne. La víctima era azotada hasta que
la carne se desgarraba, aun dejando al descubierto las costi–
llas, para debilitarla de modo que muriera rápidamente en el
madero.
El profeta Isaías predijo: "... tan desfigurado tenía el
aspecto que no parecía hombre, ni su apariencia era humana"
(lsaías 52:14, Biblia de Jerusalén).
Jesús sufrió esta tortura tan indescriptible para que los
creyentes pudieran ser sanados de sus transgresiones espiri–
tuales y de sus dolencias y enfermedades (lsaías 53:5; 1 Pedro
2:24). ¡Qué espantoso precio pagó nuestro Hacedor para que
nosotros, creyendo, pudiésemos ser sanados, no sólo de nues–
tros pecados sino también sanados física, mental y emocio–
nalmente! Sin embargo, casi todos los que se dicen creyentes
ignoran lo que hizo su Salvador por ellos.
Jesús quedó tan debilitado por este terrible suplicio que
no pudo llevar la cruz, como se le exigía, sino que necesitó
ayuda.