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Las siete leyes del éxito
Creador diseñó y puso en vigor
leyes vivientes
con el fin de
producir felicidad, vida abundante y gozo sano y continuo
para todos los humanos que las acataran. Estas son las siete
grandes leyes del éxito. El rey Salomón, como casi todos los
hombres "prósperos" del mundo, aplicó tesoneramente las
seis primeras, pero al no tener en cuenta la séptima, se dirigió
por el camino equivocado. Entre más se afanó, más lejos llegó,
pero en dirección
opuesta
del éxito perdurable y verdadero.
Él conocía esta séptima ley, pero "hizo Salomón lo malo
ante los ojos del Eterno ..." Él no obedeció lo que le mandó su
Hacedor. "Y dijo el Eterno a Salomón: Por cuanto ha habido
esto en ti, y no has guardado mi pacto y mis estatutos que yo
te mandé, romperé de ti el reino" (1 Reyes 11:6-11).
Consideremos ahora las experiencias de un rey moderno.
Éste era amigo íntimo de otro monarca, el ex rey Saud de
Arabia, a quien he sido presentado personalmente. Hace
tiempo los periódicos publicaron la noticia de la repentina
riqueza que le llegó al emir Alí de Qatar.
Qatar es una península de la costa de Arabia, en el golfo
Pérsico. Repentinamente le llegó al pequeño país un gran
auge petrolero que le producía a este emirato de 35.000
habitantes, 50 millones de dólares anuales, de los cuales 12
millones y medio iban directamente al Emir.
¿Qué haría usted si de repente recibiera una renta de
12.500.000 de dólares al año?
¡Probablemente no haría lo que piensa que haría! Tal
cantidad de dinero, llegada repentinamente, cambiaría radi–
calmente las ideas de uno. Eso fue lo que pasó con el emir
Alí.
Inmediatamente empezó a construirse ostentosos pala–
cios rosados, verdes y dorados en medio de las chozas de adobe
en las que vivían los habitantes de su país. Sus palacios eran
ultramodernos, con aire acondicionado y aun con cortinas
controladas por botones. Así el nuevo rico podía preservarse
de los ardientes 50 grados del desierto.
Alquilaba aviones para llevar consigo un séquito tan
numeroso que su villa palaciega en el lago de Ginebra era
insuficiente para alojarlo. Tenía que buscar acomodo en
varios hoteles del lugar.
Después el Emir se autorregaló una magnífica mansión